¡Enlace copiado!
BC

El velo de las fortunas colosales

Columna por Luis Sandín

En un mundo saturado de relatos inspiradores, se nos ha vendido la noción de que el éxito empresarial brota de una ecuación simple y noble: disciplina férrea, ingenio agudo y un esfuerzo que roza lo heroico. El expresidente Andrés Manuel López Obrador lo repetía con frecuencia, y con tino: no toda persona que tiene es malvada. Pero, como advertía el ingeniero Heberto Castillo con esa lucidez que tanto escasea hoy, las grandes fortunas no se forjan solo con honestidad, valores sólidos o respeto inquebrantable por las leyes. Suelen emerger en terrenos pantanosos, donde los escrúpulos brillan por su ausencia y los riesgos —a veces calculados, otras temerarios— son el verdadero combustible.

El conflicto real surge cuando estos titanes de la riqueza, resguardados en su esplendor, tejen narrativas para santificar su camino al poder, a menudo desde el púlpito de la llamada “cultura chatarra”. Esta, alimentada por el espectáculo, se regodea —como sostiene Israel Covarrubias— en la incorrección, el escándalo, el capricho, el lujo ostentoso y hasta las cirugías plásticas que proyectan una imagen de perfección inalcanzable. En ese escenario, figuras que desafían las normas se vuelven arquetipos venerados, moldeando la opinión pública y el juego político. Las historias impregnadas de excesos y provocaciones legitiman a quienes acumulan fortunas colosales mientras desvían la atención de sus métodos cuestionables.

Piensen en Rodrigo Herrera, el llamado “tiburón” de Shark Tank México, presentado como un modelo de integridad empresarial. Su rutina —levantarse a las cinco, trotar cinco kilómetros, desayunar cinco almendras, leer cinco libros al mes— se vendió como la receta infalible para el éxito. Hasta que la realidad irrumpió: una deuda de 750 millones de pesos en impuestos que destruyó la ilusión de una pureza inmaculada.

No es un episodio aislado. Ricardo Salinas Pliego, el coloso detrás de Grupo Salinas, es otro ejemplo paradigmático. Su fortuna, cimentada en un vasto imperio mediático y comercial, viene acompañada de un aura de visionario intrépido, reforzada por la estética del espectáculo que él mismo promueve: lujo desmedido y provocaciones públicas. Frente a una deuda fiscal reportada por el SAT por 74 mil millones de pesos, y tras años de batallas legales que sugieren complicidades, Salinas optó por una ofensiva pública. En su septuagésimo cumpleaños transformó la Arena Ciudad de México en un teatro de excesos: parodias de las “mañaneras”, ataques a figuras públicas y un desafío al gobierno para que precise y exija el pago de su adeudo. Esa performance, envuelta en victimismo y derroche, funciona como cortina de humo: un relato construido para presentarse como mártir de una persecución política y desviar la atención de una evasión que podría haber financiado escuelas u hospitales.

Estos episodios no son anécdotas; forman parte de una táctica calculada para moldear la percepción colectiva. Al erigirse en íconos de perseverancia, estos magnates propagan el engaño de que la opulencia está al alcance de quien se esfuerce lo suficiente. La verdad es más áspera: las fortunas descomunales, con raras excepciones, no nacen de una meritocracia impecable. Se nutren de estructuras que premian la osadía sin ética, de redes de favoritismos y, a menudo, de la manipulación de resquicios legales o de la pasividad de quienes deberían vigilar.

Cuando estos personajes se consolidan como referentes morales, el daño se multiplica: afianzan un orden injusto y siembran la falsa esperanza de que cualquiera, con disciplina, puede alcanzar esa cima inalcanzable para la mayoría. No se trata de vilipendiar la riqueza ni de restar valor al esfuerzo genuino o al talento. Se trata de desenmascarar mitos. Una sociedad despierta debe aplaudir el trabajo limpio, pero también exigir claridad absoluta y responsabilidad sin excusas. Debe honrar la dedicación, pero rechazar las fábulas que disfrazan abusos.

El llamado, en términos crudos, es este: no se dejen seducir por relatos de cartón tejidos en el escenario del espectáculo. Escudriñen cada palabra, cuestionen cada gesto, desafíen cada pose. Porque si seguimos tragando estas narrativas de héroes y antihéroes, perpetuaremos un juego donde unos pocos se lo llevan todo y el resto se aferra a espejismos.