Ayer amanecimos como cualquier otro domingo en el país: olor a café de olla, partidos de fútbol que ya se calentaban en la tele, familias planeando la carne asada y de pronto, las redes sociales se llenaron, otra vez, de esa mesa de madera, el mismo micrófono: el mismo hombre de camisa blanca estaba ahí, hablando despacito, como si el tiempo no hubiera pasado desde aquel 30 de septiembre de 2024, como si la banda presidencial nunca hubiera cambiado de hombros.
En el mero día de San Andrés, una fecha de gran significado espiritual para los pueblos indígenas, Andrés Manuel López Obrador, les hizo una gran ofrenda. Nadie tuvo que explicarlo. Todos lo entendimos en el acto: el calendario oficial puede decir que ya no es presidente, pero hay calendarios que no se rigen por la Constitución ni por los sellos de Palacio Nacional. Hay calendarios que se mueven con la voz de una sola persona.
Durante seis años nos acostumbramos a que los días empezaran con él. A que el país entero, quisieras o no, midiera la temperatura política por el tono con el que saludaba, por si traía corbata o por si mencionaba a alguien por su nombre completo. El reloj nacional se sincronizó con su reloj. Así fue, así de simple, así de importante.
Eso acabó el 30 de septiembre de 2024. Pero bastó un domingo para darnos cuenta de que el desenganche nunca fue completo. Que el cable seguía ahí, escondido debajo de la alfombra. Que cuando él decide hablar, el país sigue teniendo el reflejo de prender la televisión, aunque sea día de descanso y; no es que haya dicho algo especialmente explosivo. No amenazó, no gritó, no rompió nada. Simplemente se sentó, habló durante aproximadamente una hora y se fue.
Pero eligió el domingo con la precisión de un cirujano. Cuando los periodistas también quieren dormir un poco más, cuando los secretarios de Estado están en pants, cuando la oposición anda buscando qué comer. El único día, que es territorio de nadie en la política mexicana, se convirtió en territorio suyo otra vez con solo encender una cámara.
Eso es lo que tiene de maestro este hombre: entiende que el poder no solo es tener la última palabra, sino decidir cuándo se dice la primera o en tener la capacidad de hacer que medio país interrumpa sus hotcakes para escucharle un día que se supone que no toca trabajar. Porque el poder, al final del día, no solo son cargos, firmas o mayorías en el Congreso. Es elegir el momento exacto para aparecer y hacer que el país entero gire la cabeza, aunque ya no se tenga el título de presidente. Es decidir cuándo se acelera y cuándo se frena. Es la facultad de convertir un domingo cualquiera en día laboral para millones.
El país avanza y mientras contemos con su presencia afectuosa y protectora, todas y todos, gobernantes, opositores, analistas y especialmente ciudadanos de a pie, seguiremos mirando de reojo el reloj que él lleva puesto, aunque ya no brille en su pecho la banda tricolor.